Soundgarden
Superunknow
A&M Records. 1994. EE UU
Todos conocemos la historia. A comienzos de los 90, cuando la lluviosa Seattle pasó de ser una pequeña y desconocida urbe modelo del noroeste norteamericano a convertirse en la Roma de la erupción del sonido alternativo en el mainstream estadounidense -y por ende del mundo entero- se hablaba de las “Cuatro Grandes”, las bandas insignia que estaban llevando el nuevo evangelio rock a todos los rincones del mundo desarticulando e inutilizando todos los pronósticos de industria y crítica.
Aclarar que se trataba de Pearl Jam, Nirvana, Alice in Chains y Soundgarden, es más que una redundancia. Pearl Jam logró establecerse como la última gran banda heroica: genuina, pura, destilando rock desde la desnudez más profunda del corazón y -quién sabe cómo- llenando estadios mientras nos mantenían convencidos de que eran sólo unos chicos sencillos que amaban por igual la música y a la gente común. De Nirvana baste decir lo que no se puede ocultar: se hizo leyenda, probablemente para siempre -y merecidamente, digan lo que digan. Pero ¿quién no sabe esto ya? Incluso Alice in Chains, algo menos consagrada a la postre, tuvo su momento. Todas vendieron millones -y varios de sus protagonistas encontraron muerte prematura- y todo esto no ha hecho sino mantenernos en el delirio de pensar que tenían mucho en común.
Cómo no, había ciertas “creencias básicas” compartidas, esa absoluta vocación de rechazo a los artificios del entonces imperante glam-rock, y una auténtica aversión a la fama, pero seamos sinceros, Nirvana re-codificó el post punk -Cobain fue adepto confeso de gente como The Raincoats y Public Image Ltd.- en clave estética de Pixies, mientras que Pearl Jam en cierto modo evocó y reformuló el ánimo del rock “clásico” de MC5, The Who y Neil Young, desarrollando incluso, más adelante, su propio estilo de experimentación. Alice in Chains, quizás la más puramente “grunge” del paquete, empapada por igual de desesperanza existencial y guitarrazos sucios y rastreros, casi se veían a sí mismos como la generación de relevo del heavy metal.
Pero es realmente Soundgarden la que más desafía las categorías. Se suele decir que eran estos, y no tanto Alice in Chains, los verdaderos “metaleros” del paquete, y si bien es cierto que tanto la voz de Chris Cornell como el sonido general de la banda nos remonta por ratos a la apoteosis sonora de Led Zeppelin, la envergadura de su sonido y amplitud musical de sus miembros, la convirtió en algo muy distinto, más allá de géneros y tendencias, un vehículo proto-progresivo y casi experimental, con Superunknow como su proclamación definitiva.
La piedra angular de Soundgarden
La secuela del portentoso y muy brutal Badmotorfingher, fue un verdadero salto cuántico sónico y conceptual; palabras mayores si consideramos que incluso operando entre límites más estrictamente “rockeros” aquel álbum estaba energizado ya por los potentes y a la vez intrincados patrones percusivos de Matt Cameron y por una vocación épica infatigable. Pero en Superunknow todo esta energía se reveló como una fuerza contenida que estalló repentinamente cual supernova, expandiendo el universo sonoro de la banda hacia un mundo en el que guitarras duras y ásperas, tiempos irregulares, distorsiones siderales y líneas melódicas que parecían robadas del medio oriente, de algún modo confluyeron con la fuerza y el impulso de asteroides en colisión para, en virtud de una fusión sin precedentes y casi imposible, forjar un nuevo elemento, un organismo integral y auto-suficiente, único en su especie.
Desde su concepción temática, pasando por la estructura impredecible de la música, su dimensión vasta y tocando incluso su fantasmagórico cover-art -que evoca una especie de dimensión desconocida en bruma y tinieblas- Superunknow es casi una travesía conceptual -y de hecho, esa idea no estuvo ajena a los miembros de la banda cuando lo concibieron-, pero a diferencia de esos trabajos preñados del anhelo de “Obra Magna”, como el Mellon Collie and the Infinite Sadness, de los Smashing Pumkins, o incluso el Vanishing Point, de Primal Scream, que transcurren a lo largo de múltiples paisajes sonoros y atmosféricos, una constante mayor de furia, urgencia y portento instrumental preña todo el espíritu del disco dotándolo de una cohesión absoluta y sin fisuras.
La oscura grandiosidad de Superunknow
El grupo de temas que da vida a este trabajo está envuelto en una grandiosidad oscura y tormentosa, casi wagneriana, trascendiendo tanto las convenciones del rock duro como las de las temáticas de angustia existencial de comienzos de los 90, resonando en nuestros espíritus con la verdad punzo-penetrante de un dilema eterno y universal. Se trata de un sonido que, incluso en esta época emborrachada en la complacencia del “life style” millenial y sus credos de “bienintencionalidad” naturista y alternativa, y marcada por la sensibilidad musical del beat -desde los flancos del hip-hop y la electrónica- nos urge directamente en el alma con la voz de un alerta genuino, vigente… inevitable incluso. Es una de esas rarezas de la música popular. Un disco para todas las épocas.
La banda sobrepasa el rock de cuño duro y cualquier remanente punk o “garagero” que albergase en sus orígenes conjurando acá psicodelia y experimentación, y lo hace desde una perspectiva abismal, casi aterradora, de la cual no hay escondite. No se trata de un ejercicio meramente estilístico sino de la forja de una voz absolutamente necesaria. La angustia y furia aquí presentes son expresividad visceral desencadenada, y aún así un sentido de maravilla nos engancha con fascinación obsesiva a esta furiosa sonoridad. Esta ambivalencia casi imposible de sostener o imaginar es mantenida en una especie de perfecto estado de estabilidad gracias a la disciplina técnica de los integrantes. Sí, la energía es absolutamente salvaje, la desesperanza absorbente, pero también hay determinación y precisión, un sentido de propósito inquebrantable que permite a los músicos tomar las riendas de esta bestia salvaje y mantenerla bajo un control que casi no creemos posible.
Pero no debemos engañarnos. Los atributos progresivos del disco -algo que casi nunca se reconoce-, su perfección técnica y elaborada, son una manifestación completamente anti-intelectual. Esto es lo más ajeno al discurrir de las estructuras diseñadas por gente como Dream Teather o incluso el King Crimson actual. La mediación fría, el cálculo cerebral y desapasionado no tienen cabida en la génesis de esta música. Los patrones de 6/4 en “Fell on Black Days” o 7/4 en “Spoonman”, son una especie de secreción orgánica y espontánea, “accidental” dirían ellos, emergiendo naturalmente luego de compuestas las canciones como si se tratara de lo más necesario e inevitable para ellas. En “Black Hole Sun”, la banda da rienda suelta a una cadencia como de derrumbe lento pero persistente e inacabable, que ellos sólo saben explicar como una especie de musicalidad inspirada por nada menos que Ringo Star, de The Beatles.
Pero esa virtud técnica está sin embargo allí, presente, imposible de obviar. Matt Cameron, más que un mero buen baterista, un artista de una musicalidad natural efervescente -y un músico aún criminalmente subestimado- se consagra como el heredero más avanzado, atrevido e iconoclasta de Tony Williams, con su precisión seca y contundente, su golpe nítido y su capacidad para desarrollar texturas y revelar sorpresas sin agotar o sobre-saturar sus recursos, como se revela en el tapiz rítmico exótico que imagina para “Head Down”, en el modo como cobija y hace fluir “Fell on Black Days” -haciéndolo hipnótico y cautivante a pesar de su desconsuelo absoluto- o en la manera como quiebra nuestras expectativas con las transiciones inescrutables de la pulsante “My Wave”; todo reforzado por el ensamblaje colaborativo del bajo de Ben Shepherd.
Ejerciendo fuerza desde otra vertiente, Kim Thayil parece crear todo un nuevo lenguaje guitarrero a lo largo del álbum, apelando a cualquier cantidad de afinaciones alternativas -como la Dropped D, entre muchas otras- y dando vida así una rico muestrario de acordes en dónde lo cacofónico y armónico danzan entre sí de un modo tan inspirado que podemos experimentar la máxima suciedad y crudeza pero con la dosis necesaria de misterio y enigma para secuestrar nuestra imaginación.
A pesar de todo esto, diestros cómo eran en su dominio instrumental, la banda nunca cayó en la tentación del “showmanship”. Nada en Soundgarden suena como auto-apología de sus músicos, no hay intentos de probarse como “expertos” instrumentalistas; todo se debe a la experiencia musical, todo comienza y culmina con ella. Como agrupación, la banda poseía esa especie de rara alquimia gestáltica que sólo vemos en raros casos como el de Led Zepellin o Radiohead, en el que el resultado del encuentro de todas estas fuerzas creativas es algo completamente inesperado, más grande que todo, algo extra-musical y quizás hasta filosófico y trascendental. Los temas de Superunknow son temas que nacen de una idea, una sugestión -unos punteos de guitarra en “Like Suicide”, por ejemplo- y evoluciona y crece a media que incorpora y suma más ideas, nuevas capas, texturas sobre texturas, hasta que estalla todo en una vorágine instrumental que es casi multi-sensorial y que se precipita sobre nosotros como arrastrándonos con la fuerza de una avalancha en un viaje transfigurador y catártico.
Y finalmente está Chris Cornell. Con una voz de esas que sólo aparecen una vez cada década o dos, Cornell encarna y redefine al arquetipo del vocalista rock definitivo, consumado, imbuido de esa cualidad salvaje, pecaminosa y sensual sólo presente en “frontmen” legendarios como Robert Plant, con la presencia lírica portentosa de un Ian Gillan, destinado para cantar la más grande y colosal de las sinfonías rock. Con un registro capaz de evocar melodía y caos por partes iguales, Cornell entregó lo más absoluto de su alma en este trabajo, sugiriendo desgarramiento y furia no reprimida a la vez que calidez e incluso cierta ternura desconsolada.
La entrega radical, impetuosa y feroz de Cornell en el álbum es sólo equiparable al desgarramiento y la fragilidad desnuda que exhibe, una vulnerabilidad inconmensurable con que impregna cada nota que sale de su voz, dotando a todo el trabajo de un aura confesional y humana totales y asegurando a Superunknow un lugar único en la historia de la música, un trabajo que a un cuarto de siglo de vida -cumplido el 8 de marzo de este año- y a pesar de la despedida inesperada y prematura de Cornell de este mundo y de que los sobrevivientes de aquel movimiento telúrico alternativo de los 90 ahora sólo se dedican a hacer giras para sus fans, ya acoplados al sistema de las cosas, sigue exhibiendo tal potencia y resolución, tal ánimo de alegato rabioso e inconformista, que es imposible rebajarlo o someterlo a la condescendencia nostálgica a la que destinamos otros álbumes “clásicos”.
Dos años después de este pico de ola, el “grunge” estaba más que herido de muerte, con el britpop dominando el planeta y gente como The Chemical Brothers y The Prodigy preparando la entrada definitiva de la electrónica como el nuevo gran credo pop. Pero para este disco no caben los suspiros ni las añoranzas. No te deja hacerlo, si te acercas de nuevo a él y lo escuchas, simplemente sentirás de inmediato su furor, absolutamente despierto y vivo. Como si te encontraras con él por primera vez.
Visto con ojos presentes, Superunknow sigue siendo rabia y onda expansiva, catarsis y apoteosis. Uno de los discos definitivos de todos los tiempos.
Gustavo Reyes