El 26 de marzo de 1991 la efímera pero esencial banda estadounidense publicó su segundo y último disco, dejando abonado el terreno para muchas
Slint
Spiderland
Touch and Go. 1991. EE UU
De este álbum se me habló como de la “alternativa a lo alternativo”, y ya eso me hizo sentir alivio. El mundo no se acababa en el Apocalipsis según Kurt Cobain. No es que Nirvana fuese un mal medio para descargas nihilistas, es que allí donde se declaraba un acabose, siempre algo desprende el hedor de una historia mal contada, cuando no paralela.
Pero salvados estamos porque los acaboses también se repiten, como se repite que la historia recomience. Para los efectos, es tan análoga una salida nihilista como una entrada catastrófica -también al revés.
Esto para decir que, primero que nada y antes que todo, es menester contestar, contestar incluso a aquello contestatario. Sonará extraño, pero la primera vez que supe de Spiderland de Slint sentí inclusive esperanza: el rock no acababa en la última tendencia de lo que se declaraba último.
El Rock muere tantas veces como el fénix, pero el prefijo post salva la parcela a fin de hacer algunos necesarios replanteos. En Slint muchos declararon esa reinvención bajo el rubro de Post-Rock: un nuevo género se abría paso en múltiples latitudes -entre ellas, y para sorpresa de muchos, Louisville, Kentucky.
Pero no se ilusione alguno, se trataba para mí de una esperanza porque no todo acaba allí donde lo damos por ejecutado. Los cuatro imberbes de la Louisville suburbana –Brian McMahan, David Pajo, Todd Brashear y Britt Walford– vivían una era Post: post-punk, post-hardcore, post-rock.
También cimentaban en su segundo y último álbum los pilares constructivistas del Math Rock (y fue también instrumental para su derivación en el mundo rabioso del Emo).
Coetáneos a los cuidadosamente desarreglados grunge, los chicos de Slint eran clase aparte en una época donde todos –contados los más banales– encontraron sus apartados (llámese Seattle, o cualquier otra urbe prefabricada).
Pero Slint no solo era clase aparte, sino que eran un ángulo inexplorado en la música. Incluso sus propios cercanos, no supieron qué hacer de su sonido, dónde colocarlo, cómo calificarlo, cómo producirlo: Steve Albini –productor del primer álbum de los Slint, y figura clave en la escena Hardcore norteamericana- tuvo una relación de desencuentros y malentendidos con los cuatro adolescentes de visión lúcida –es lo que se desprende del documental “Breadcrumb Trail” del 2014.
Luego Albini mismo se reivindicaría reseñando Spiderland para el semanario británico Melody Maker, y augurando que el álbum sería considerado un “parteaguas para las generaciones venideras”.
¿Pero qué específicamente los trae a esta tribuna con semejante reivindicación? La crítica fue unánime, y lo interceptó al vuelo: “No es lo que tocan, sino cómo lo tocan”. No es la línea, es el ángulo. No es lo que hacen sino lo que se hará a partir de este hito, en tanto umbral de cara al campo inagotable del género post-rock.
Ponerle colofón post a una larga historia de música independiente, merecía horas de meticulosa producción. Y así lo fue. El disco que fue una obsesión para sus creadores y productores, no fue menos compulsivo para quienes, sucesores ya, se extrañarían al ver que, la autenticidad manada del Chicago vanguardista, surgió de pura cepa hardcore punk.
En buena medida, Slint se ha convertido en una banda del retroactivo: emerge con notoriedad luego de que una serie de bandas sucesoras la reivindicaran, como punto bisagra de lo que ocurría luego en Chicago.
El malestar de la clase media norteamericana sabe cómo esconder a sus personeros. Cuando todos mordían el anzuelito de Seattle –que que tuvo lombrices bastante escuálidas–, la escena alternativa camuflaba su centro de operaciones en el Midwest entre agrícola y suburbano.
A la industria musical no le dio tiempo de mimetizarla con el desaliño asesorado de la “Música Alternativa”. Eso hubiese sido un desperdicio para cuatro muchachos con visión profética, que habían compuesto una opereta con guión de novela negra desde el sótano de la suburbe americana.
Cada pieza es como una historia contada alrededor de un amplificador que se enciende como una fogata: la llama sube al susto del volumen, alumbrando la mueca terrible del narrador. Al menos es esto lo que se escucha en una canción como “Don, Aman” –tercera del álbum, y la más susurrada.
Incluso en aquellos comienzos noventeros no se podía augurar que la singular inventiva de este álbum cobrara su confirmación en el cuarteto de guitarra, voz, bajo y batería. De nuevo, el cómo más que el porqué son precisos de identificar.
El álbum abre con “Breadcrumb Trail”, y nosotros nos preguntamos ¡¿cómo?! El cómo de una voz que no teme narrar, en una suerte de spoken word, prescindiendo de los tonos.
El cómo de una guitarra que traza épicas con tan sólo la manipulación del volumen, algunos armónicos y otros pocos arpegios, saltando en arrebatos de feedbacks distorsionados cuando llegamos al estribillo, mientras el cómo de un bajo acompasa el aullido, y una batería, en su cómo, estalla en redobles de brazos raquíticos que caen sin embargo con el peso de un mazo justiciero.
La segunda pieza, “Nosferatu Man”, avanza al paso de un camaleón a la caza. La dinámica quiet-to-loud recuerda a la reputada por bandas coetáneas como Pixies, pero más trágica que cómica, más lúgubre que rabiosa.
La narración oral es la de una historia gótica: enigmática incluso para la Americana. Los riffs de guitarra aumentan la tensión de la lengua elástica del camaleón que pronto se arrojará sobre su presa. La canción acaba en el éxtasis de una banda acoplada incluso en las disonancias.
“Washer” es la más larga del álbum, también la más emotiva: una balada que estremece por su sobriedad sin dramatismos. “Every time I’ve ever cried for fear / It’s just a mistake that a make” –canta el vocalista con el tono de un Neil Young adolescente, o más bien adoleciendo de un caso incurable de old soul.
La pieza son poco menos de 9 minutos de lamento entre guitarras, con apenas un espasmo de desgarradura: sienta paradigma para una generación de emocionalidad vehemente aunque siempre circunspecta.
El próximo número continua en la circunspección con la única pieza instrumental de las seis: “For Dinner”. Se trata de un interludio para la grand finale. A pesar de lo taciturno, “For Dinner” da chance para digerir el conjunto y prepararnos para la embestida que se nos vendrá al cierre.
Esta opereta con guión de novela negra llega a su fin con una pieza que se desarrolla en una progresión que era extraña fuera de los dominios del prog rock.
“Good Morning, Captain” lanza los lineamientos del esqueleto fundamental del math rock: ritmos a contratiempo o sincopados, guitarras a regañadientes, con frecuencia disonantes y angulares, y el bajo que se entrevera y contrapuntea en la triada, dando un total atípico y complejo, que le demanda a quien escuche ajustar su pulso a un compás irregular e impredecible.
A esta combinación la encimará la voz de inframundo de la América profunda. El bajo no teme quedarse solo frente a una voz que lo desafía entre susurros. La batería va más al ritmo ceremonial de la narración que al que le dicta los otros instrumentos.
La guitarra suena intima como una mandolina en las estrofas, aunque estalle en un muro electrificado de amplificadores luego. La estrofa final llega desde la lejanía pero acierta como fuete: “I miss you!” –exclama sin encontrar eco en su interlocutor.
Hoy ya es un hecho que el cuarteto de Louisville declaró 1991 como año cero del post-rock, haciendo caducar la estructura estándar del formato canción. Slint es hoy ya parte de la mitología del gótico americano, y nadie osa mirar a principios de los noventas sin retrotraerse a esa tensión propia de quien quedó accidentado en medio de una carretera desolada.
Porque Spiderland fue y seguirá siendo un accidente en medio de la ruta, algo que debía tener por destino su propia destrucción, resultó sobrevivir herido para contar los prodigios. El álbum recibiría buenas críticas, con promoción pírrica, sucedida por la inmediata disolución de la banda que no pudo llevar a Spiderland de tour por los lugares en donde encontró súbito culto.
Cualquiera que escuche con atención la movida post-rock de Chicago -donde muchos de los ex-integrantes de Slint tomaron destino-, u otros más lejanos espectros de la escena norteamericana, como Diabologum/Programme en Francia, o Mogwai en Escocia, o más recientemente black midi en Inglaterra, sabrá que las oratorias de novela negra de Spiderland se han transmitido como una alternativa a lo que parecía no tenerla.
José Armando García garja76@hotmail.com
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