El 12 de abril de 1983, se publicó el álbum debut de la banda de Atenas, George, inicio de una ascendente e influyente carrera discográfica
R.E.M.
Murmur
I.R.S. 1983. EE UU
Cuando descubrí Murmur ya R.E.M era una de las grandes súper bandas del mundo, tanto en el sentido negativo y un tanto egoista de “cualquiera sabe quiénes son”, como en el sentido esperanzador de ver cómo una banda ya casi mítica y nutrida en los espacios alternativos de aquel entonces podía conquistar las listas TOP del mundo y los grandes estadios por pulso propio y según sus propias condiciones.
Me atraparon para siempre con el sonido urgente y devastador de “The One I Love”, uno de sus temazos eternos. Pero no en Document (1987), sino en Eponymus, ese recopilatorio de 1988 que es la iniciación perfecta, libre de la seducción de sus grandes éxitos, para rendirnos al aura única de simplicidad artesanal, ímpetu determinado y sobria creatividad que es el mismísimo élan vital -algo así como la fuerza vital que hace crecer y evolucionar- de la banda, y que fue como un mirar atrás antes del bautizo de fuego que fue Green, su electrizante debut con el sello Warner Bros. aquel mismo año.
No mucho tiempo después llegaría Out of Time (1991) y ya sólo sería posible que no conocieras “Losing My Religion” si habías estado en hibernación criogénica y te acabasen de despertar.
Esto hizo que acercarme a este primer disco de Michael Stipe, Mike Mills, Peter Buck y Bill Berry, fuera como una especie de tarea de escuela; claro, una de esas tareas que sabes que será entretenida, como hacer un instrumento musical con cosas de la casa y luego tocarlo frente a tus compañeros de clase.
Pero estamos hablando de una de esas raras, muy raras bandas -como los Rolling Stones o Radiohead- que por un tiempo logran burlar la decadencia y concebir una media decena de trabajos inigualables, definitivos… indispensables, y la imagen de su pasado visto a través de un prisma de semejante envergadura estaba deformada por el peso de la leyenda.
Tuve que visitarlo repetidas veces hasta que toda obligación idealista para con la banda quedase desplazada. Entonces Murmur se reveló como el álbum por derecho propio que es, real y autónomo…y repleto de magia musical.
El nacimiento de R.E.M.
Como parte del obligatorio contexto, es necesario comentar R.E.M. nace en una época de maravillosa inventiva musical, en la que el punk se las había de algún modo arreglado para tener descendencia en el mainstream con la ayuda de sintetizadores y una actitud claramente pop en la forma de new wave, así como en órbitas más underground y artísticas, por obra y gracia del post-punk y el art-punk, entre muchas otras vertientes, pero a todo evento aniquilando la preeminencia de la música disco, ya completamente desgastada, y la de ciertos artistas rock de los 70, demasiado consagrados y aceptados por la industria como para no apestar a decadencia.
Como todo artista medianamente íntegro y consciente de ese momento histórico, la banda asumió los principios cardinales del punk relacionados con la simplicidad estética, la autenticidad en la expresión y una aversión radical y absoluta a lo sobreelaborado y lo pomposo.
Su fascinación por las guitarras acústicas y el folk, así como su rechazo total a todo lo que tuviera tufo a cliché rockero o concesión comercial, la llevó a plantarse de lleno en la corriente alternativa de Estados Unidos, esa que se propagaba a través de las emisoras radiales universitarias, junto a bandas como los imponderables y absolutamente adictivos Violent Femmes.
Debido a esto y a un éxito comercial que no hizo sino crecer exponencialmente en el tiempo hasta lograr punto de masa crítica hacia finales de la década, R.E.M. se consagró como banda neurálgica y casi desencadenante del movimiento alternartivo que en los 90 puso al revés a todo el show business musical, una década después de su formación y cuando muchos de sus contemporáneos ya habían dejado atrás sus mejores momentos.
Así las cosas, en diciembre de 1982 Michael Stipe y el resto de la banda comienzan a grabar Murmur con el auxilio de Stephen Hague en la producción.
La historia oficial fue que Hague era un insoportable perfeccionista con una tendencia a pulir o sobreproducir lo que consideraba crudo o poco desarrollado, lo que atrincheró a la banda con más fuerza en su credo anti-industria.
Habían tenido el buen instinto de firmar con I.R.S., que entonces era un pequeño sello independiente, relativamente nuevo, lo cual les permitió cambiar a Hague por Mitch Easter, con quien habían trabajado antes y quien, por supuesto, les permitió expresarse a sus anchas, incluso si ello implicaba pequeñas imperfecciones acá y allá.
El resultado fue un disco completamente orgánico, que se siente vivo desde los primeros pulsos indetenibles de bajo de “Radio Free Europe”, un tema en deuda clara con el punk y que es como una canción de Joy Division pero con un giro militante y reafirmante que lo aleja de las tinieblas.
De aquí en adelante el despliegue melódico y emocional es absoluto. Como en “Pilgrimage” (mi tema favorito), donde Stipe canta como un habitante de las esferas celestiales, con una especie de transcendentalismo natural.
En los coros, una progresión de luminosos acordes se une a una serie de juegos vocales superpuestos en perfecta armonía -una especialidad de la banda que siempre ha sido dosificada y ejecutada gracias a un agudísimo sentido del balance- haciéndonos sentir que de algún modo siempre hay espacios para la esperanza, así sean pequeños.
La misma sensación nos abruma en “Shaking Through”, en donde la música parece hablarnos de todo aquello que se queda irremediablemente en el pasado sin que podamos hacer nada para recuperarlo.
Los incesantes punteos guitarreros del infatigable Peter Buck discurrren como expresando el inexorable paso del tiempo y de las experiencias que nos marcan, para luego hacernos sucumbir ante una especie de plegaria que tiene el poder de conmovernos hasta los huesos.
Más adelante, en “We Walk”, la misma emotividad es conjurada, pero esta vez en un tono contemplativo en el que Stipe parece confiarnos iguales añoranzas, independientemente de que invoque alguna imagen sobre Marat, el héroe jacobino de la Revolución Francesa asesinado en su bañera, o de que la letra sea simplemente una serie de observaciones triviales sobre alguna roommate del college que llegaba algo tomada en las noches y se abría paso para llegar a su cuarto. Musicalmente, es una pequeña gema de hermosa simplicidad.
Pero incluso cuando esta intensidad cede y deja espacio para ideas más lúdicas, la emotividad está siempre presente, como en “Talk About The Passion”, que tiene uno de los mejores intros de guitarra compuesto por Buck, de adicción instantánea garantizada, y que entrelazado al melódico bajo de Mills sirve de lienzo sonoro para los comentarios de Stipe sobre las cargas del mundo y la futilidad de las declaraciones de propósito, los golpes de pecho y demás vacuidades retóricas.
Pero lo emocional, si bien es omnipresente, nunca satura o sobrecarga, y esto gracias a la austeridad sin ornamentos que siempre ha definido la música de R.E.M., una especie de compromiso con lo meramente esencial que evita que las emociones se desborden y a la vez permite que estas canciones, elementales en apariencia, revelen una gama e intensidad inusual de emociones.
Es una danza sugestiva entre sencillez y elocuencia expresiva, que impregna todo el trabajo de una sensación de maravilla, sea que nos detengamos en las meditaciones de ensueño y duda de “Perfect Circle” o marchemos con el acucioso paso de “Catapult”, un tema que musicalmente parece a ratos hacerle guiños al “Hand In Glove”, de The Smiths, aunque en realidad podría ser al revés.
Hay una cualidad virginal que permea todo el trabajo, más allá de tratarse de su primer álbum, producto del modo sutil y profuso como Buck incorpora sus proverbiales arpegios de guitarra, llenos de brillo y destellos melódicos, que operan aquí como una especie de rocío sonoro, y por la capacidad de la voz de Stipe para asomarse al borde del resquebrajamiento sin caer nunca en lo abismal o lo inconsolable.
Parte del poder cautivante de R.E.M. tiene que ver con su habilidad para convertir la melancolía en belleza. Siempre hay un dejo de añoranza, incluso en sus canciones más inclinadas a lo festivo -si es que cabe esto en su discografía- o lo abrasivo, sólo que en Murmur Stipe canta con un anhelo aún despojado de los registros más agresivos que su voz desarrollaría después, casi mañanero y cristalino, dándole al trabajo un sabor a inocencia primigenia, que recuerda un poco al Oh, Inverted World (2001), de The Shins, un trabajo con un encanto similar. Los sonidos de Murmur fluyen de manera refrescante, sin complicaciones ni exposiciones de virtuosismo; hay algo irresistible en todo aquello que se resiste a la complejidad.
Sólo hacia el final, cuando el disco nos despide con “West of the Fields”, la banda abandona su reserva y relativo sosiego para llevarnos al terreno de lo incierto y lo inexorable. Todos los elementos se mantienen: la simplicidad y el instinto melódico, la conmoción emocional, los punteos inagotables de Buck impulsando el tema sobre el caudal del bajo de Mike Mills y la batería de Bill Berry, y por supuesto, la voz de Stipe invocando lo enigmático y misterioso como nadie más sabe hacerlo, pero esta vez acumulando una energía tal que sentimos que en cualquier momento algo inevitable va a precipitarse; el toque de penumbra necesario para evitar que el disco peque de inofensivo o para que su sencilla belleza no se nos torne demasiado irreal.
En algún lado Michael Stipe parece haber dicho alguna vez algo sobre tener una canción en la cabeza sin tener las palabras exactas y sencillamente cantar cualquier cosa que encajara con la música, y es que el frontman de la banda, rara vez canta sobre cosas específicas, usando más bien la voz como un instrumento más, comprimiendo, entrecortando, deformando palabras y frases inconexas hasta despojarlas de connotaciones verbales y dotarlas de significados casi completamente musicales, liberando a la música de las restricciones narrativas de la palabra.
Un poco recordando a «Noche de verano», aquel imaginativo cuento corto de Ray Bradbury, en sus Crónicas Marcianas, en donde los habitantes de Marte se sorprendían a sí mismos y sin saber por qué entonando canciones cuya letra no entendían, pues era música de la tierra que apareció repentinamente en sus cabezas por vía telepática.
Música de otro mundo, etérea, casi de fantasía, que toma posesión de nuestro cerebro y corazón. Así es como se siente Murmur.
Yo, me acerqué de nuevo a este viejo y querido álbum para escribir esta nota a tres décadas y media de su aparición, y me reencontré, más allá del asunto más que desmenuzado de su importancia histórica, con un grupo único de canciones que de nuevo no puedo -ni quiero- dejar de escuchar.
Gustavo Reyes