El 15 de marzo de 1999 el distintivo e influyente grupo londinense publicó su aventurado sexto disco, cerrando un período de gloria
Blur
13
Parlophone. 1999. Inglaterra
Leí hace tiempo que 13 había sido el intento fallido de Blur de lanzarse por el mismo camino por el que, un poco después, Radiohead se abriría paso con determinación y certeza con Kid A (2000).
El rock de fin de milenio
Eran tiempos ambiguos, muy inciertos… el britpop estaba más que muerto, y Blur, con una década de vida a cuestas y la responsabilidad de haber instigado casi por cuenta única aquel gran momento de la música británica de mediados de los 90 -mucho antes de que el nombre Oasis tuviera algún significado particular- tenían ya la carga del tiempo.
Era casi lógico apostar a su decadencia como algo inevitable, el triste y patético ocaso destinado a esos grandes que pierden la brújula al final de sus días de gloria.
Y es que no había mucho de dónde agarrarse en ese momento. La escena musical sufría de descontextualización aguda: The Flaming Lips, haciéndose un poco más conocidos con The Soft Bulletin, Built to Spill con su antológico Keep it Like a Secret y el inagotablemente imaginativo Stephin Merritt y sus Magnetic Fields, con el fantástico y hermoso 69 Love Songs, avisaban el gran momento del indie de años posteriores.
En otras esferas Eminem confirmaba el advenimiento inevitable del hip-hop en el mainstream, con The Slim Shady, con The Roots prometiendo nuevos caminos para el género con su opulento y esencial Things Fall Apart, mientras que Rage Against the Machine, con The Battle of los Angeles, y Limp Bizkit, con Significant Other, lo ponían a prueba en el formato del rock duro -con resultados absolutamente divergentes, valga recordar.
Algunos de los protagonistas de los días dorados de los 90 como Red Hot Chili Peppers, con Californication, y Foo Fighters, con There is Nothing Left to Lose, buscaban afianzar su reputación como “sobrevivientes vigentes”, mientras esos inclasificables de siempre, Beck y Fiona Apple -el primero con Midnight Vultures, y la segunda con When the Pawn… (el álbum del nombre impronunciablemente largo)- nos hicieron sentir por un momento que nada malo estaba pasando.
Fue el año en el que el Play de Moby, entre muchos otros, demostró que a la electrónica le faltaba aún mucho por hacer antes, pero lo que no se nos debe olvidar es que ese también fue el año del …Baby One More Time, de Britney Sepears, el Millenium, de los Backstreet Boys, y el Enema of the State, de Blink-182, los nubarrones de una tormenta de complacencia pop dirigida a los adolescentes que pareció durar una verdadera eternidad y no dejar lugar para el refugio.
En otras palabras, había un poco de todo y mucho de nada, y ahí estaba Blur, tratando de mantener un rumbo en una encrucijada abrumadora de corrientes.
Blur y la reinvención de su legado
O más bien de encontrarlo. La banda buscaba dejar atrás aguas familiares, como bien lo había evidenciado su homónimo trabajo anterior, ese “discazo” en el que lo irónico, lo emotivo, lo crudo y lo melódico colisionaron en una erupción contundente de ingenio pop y masa crítica alternativa, con sabor a Beatles, lisergia y feedbacks por partes iguales. Pero no había sido suficiente.
Se hizo necesario reclutar a una nueva cabeza: William Orbit, ya entonces un productor con cierto renombre “legendario” y un entendido de la estética electrónica, y esto era lo que le interesaba precisamente a Damon Albarn, la mente maestra de una banda compuesta de mentes maestras.
Pero esta resolución de propósitos no era suficiente. Albarn no estaba en su mejor momento, hundido en un despecho épico tras su catastrófica ruptura con Justine Frischmann -de Elastica- no estaba en su mejor momento de sintonía con la banda. O eso parece.
Según reportes del mismo Orbit y miembros de la banda, no había muy buena onda y se sentía cierta tensión y desgano. Se hace a veces mucho desmenuzamiento acerca de la supuesta pugna entre las ideas de Albarn y Graham Coxon, el gutiarrista estelar de la banda, o entre los ensueños más líricos y atmosféricos o eclécticos del primero versus los constructos más contundentes, abrasivos y obviamente guitarreros del segundo.
Y sí, son visiones distintas, pero unidas en un mismo afán de experimentación cada vez más atrevida, y este es quizás el elemento unificador que dirigió le energía musical de este trabajo, porque al final, a dos décadas de ver la luz, 13 es cualquier cosa menos un álbum olvidado.
Aún recuerdo cuando vi aquel “nuevo disco de Blur”; cuántas expectativas acumuladas, cuánta emoción y misterio por saber que nos traería esta vez la que ya era sin dudas una de las bandas de la década.
La ansiedad por escuchar el nuevo trabajo solo era comparable a la alegría de saberlo ya existente; estoy seguro de que era un sentimiento compartido por muchos y seguramente no pocos sintieron también un cierto suspenso o miedo a lo incierto detonado por “Tender”, primer tema y single promocional del álbum: ¿Blur haciendo una canción con coros gospel?
Semejante distanciamiento de la identidad netamente británica de la banda -si bien su disco anterior estaba repleto de saludos al sonido alternativo americano- era algo inusual, no necesariamente anti-natural ni alienante, pero definitivamente inesperado… y parecía tan larga, como extendiéndose tres minutos más de lo necesario.
Sin embargo el tema no te dejaba nunca. Quién sabe si era la delicada y cálida voz de Albarm, la tímida pero inspirada alegría de la melodía inicial, las voces del London Community Gospel Choir que te cobijan con afecto y empatía o la voz quebradiza y encantadoramente mundana de Coxon en los coros, o quizás todo esto junto haciendo magia musical, pero una vez que escuchabas “Tender” no se te olvidaba jamás. Es ese tipo de clásico a prueba de todo tipo de descreimiento y duda.
Lo que venía a continuación no era distinto. Luego de lo que había sido una introducción absolutamente amigable y “radiable”, lo que seguía era un vasto paisaje impregnado de una cierta aridez post-apocaliptica: ruido guitarrero, distorsionado y amplificado al máximo, atmósferas cuasi electrónicas saturadas de crudeza, como inacabadas, que uno sentía que no se resolvían nunca o se fusionaban con las siguientes sin delimitación clara.
Era como una versión crepuscular de Loveless (1991) de My Bloody Valentine, pero con sus inmensidades sónicas paulatinamente disipándose a través de una válvula de escape. Lo aterrador no era el ruido -¿cómo podría serlo?- sino su aparente tendencia a diluirse.
Aquí y allá, brotes de aquel brillo “popsero”, melódico y divertido de los tiempos de Modern Life is Rubish y Parklife parecían prometer el “back to form”, el estallido multicolor e instrumental en forma canción, de esas canciones con gancho y de estimulación inmediata, divertidas y agudas que hicieron de Blur nuestra banda incondicional de britpop.
Pero esa promesa no terminaba de llegar. Visto a la distancia, es fácil entender por qué ese disco sonaba como sonaba en su primera escucha, pero en aquel instante, frente al CD Player -sí, suena completamente arcaico- y con los audífonos ajustados muchos no sabían cómo hilar lo que estaban escuchando, cuál era el patrón, qué medida usar… y aún así, de algún modo, el resto de los temas se resistía a ser puesto de lado..
Quizás lo que nos hacía volver fue al comienzo un mero ejercicio de escarbar, como cuando uno pierde algo y lo busca una y otra vez en el mismo lugar, a pesar de haber revisado mil veces ahí, el caso es que mientras más uno lo escuchaba, algo parecía germinar en nosotros.
En un momento inesperado, “Coffee & TV” se nos revelaba como el gran tema britpop perdido de la banda, resuelto, incisivo, emotivo y entretenido desde sus primeros acordes hasta ese final que parece una danza pop entre una sobrecarga eléctrica y un solo de teclados digno de Ray Manzarek, de The Doors.
De repente 13 dejaba de ser un disco desorientado y algo perdido, transformándose en nuestra imaginación en un verdadero viaje de descubrimiento. Lo cierto es que Albarn -y el resto de la banda- nos llevaban la delantera -como siempre- a nosotros y a su propio momento cultural.
Determinado a superar el britpop y toda su asociación con el “movimiento”, y con la idea de Gorillaz ya rondando su curiosidad, su problema no era el agotamiento de las ideas, sino la superabundancia de ellas.
Y estas ideas aún indomables, aún no categorizadas u ordenadas del todo, se aparecen en 13 como electrones liberados, moviéndose de modo indeterminado y anárquico, como a punto de precipitar múltiples reacciones en cadena.
Así, tenemos a “B.L.U.R.E.M.I.”, una revisita recrudecida e intensificada al inagotable “Popscene”, uno de sus temas emblema de una década atrás, un replanteamiento nuevo de un tema “viejo”, necesario a la luz de un universo de certezas musicales que se resquebrajaba con la llegada del nuevo milenio.
De igual modo “Battle”, un tema elaborado sobre bucles siderales y una atmósfera de misterio amenazante que podría haber sido el sustituto del tema principal de “Doctor Who”, es interceptada en varios momentos por una melodía casi celestial y delicada como una canción de cuna futurista, dándole una vigencia más profunda y urgente a la expresividad melódicas de la banda; una canción entrañable, despiadada y tierna a la vez.
En otros temas, como “Mellow Song” y “Caramel”, la banda continúa explorando las posibilidades infinitas de la ambigüedad, con un tipo de ejercicio sonoro similar al que hicieran en “Strange News from Another Star”, de su homónimo disco anterior, en donde una melodía apacible y en ocasiones hasta casi minimalista deviene en una avalancha de distorsiones y efectos de tintes intergalácticos y alucinantes.
Esta debilidad por sonidos y música que parecen describir travesías por otras dimensiones o universos y por la imaginería cósmica siempre ha estado ahí con Blur, como en el juguetón “Far Out”, de Parklife, en el que luego de un intro que proponía una especie de “estética de la estática”, se lanzaban a referir directamente a la Vía Láctea y a varias de las grandes y más famosas estrellas del firmamento, mientras todo sonaba como el soundtrack de alguna película B sobre OVNIS de los años 50, pero nunca sospechamos que lo que parecía un mero despliegue de humor musical con tintes retro pudiera evolucionar en las olas sonoras expansivas y absolutas que componen los parajes de 13.
A veces el efecto puede ser absolutamente dramático, como en el cierre del melancólico “1992”; en otros instantes la experiencia es cercana a la sensualidad de un jazz intimista –“Trailerpark”- pero sin escapar nunca a la fantástica saturación de ruido del trabajo, y en algunos momentos la emotividad desnuda y sin efectismos con la que abrió el álbum vuelve a ser la clave, como en “No Distance Left To Run”, un hermoso y desapresurado canto a la resignación que para Albarn tuvo un significado absolutamente personal y agridulce tras el fin de su relación sentimental con Frischmann.
El disco cierra, sin embargo con una nota relativamente positiva, en “Optigan 1”, un pasaje instrumental cuya melodía parece ir y venir y comenzar de nuevo, extendiéndose hacia la lejanía, como una promesa de nuevos caminos por vivir, tanto para Albarn como para la banda; uno de esos temas de cierre casi perfectos.
Así, pues, con el correr de los años -y de la carrera de Albarn- ha quedado cada vez más claro el significado de un trabajo como 13. Sería un error ver a este disco como el “paso transicional” entre los sonidos de dos eras distintas, entre el Blur del britpop y el Blur del nuevo milenio, o el Albarn juvenil y el Albarn maduro.
Por mi parte, más bien lo veo como ese tipo único de caldo de cultivo, de lienzo de ensayos, en el que se prueban e intentan miles de cosas por el puro amor a lo ilimitado. Mucho de lo que algunos hubiesen podido escuchar en 13 como capricho o desbordamiento hoy día lo vemos como profético, como pequeños destellos que anunciaban sin nosotros saberlo, todo lo que traería la música de años venideros.
No es un asunto de comparaciones, nadie puede negar el estatus capital de Kid A, que más que un álbum, es un manifiesto definitivo sobre el estado de nuestra desencajada vida en el siglo 21, luego de ese cataclismo que ha sido el advenimiento de la revolución digital, que ha arrasado incluso con la música cómo la conocíamos en todos los ámbitos, desde la producción hasta sus modelos de negocio, redibujando y reconceptualizando incluso su mercado.
Pero Albarn no tuvo nunca aspiraciones de comentarista existencial. Su camino nunca fue el de la banda de Thom Yorke; su naturaleza eminentemente lúdica lo ha mantenido en una especie de estado de Peter Pan artístico, que, más allá de hacerlo inmune al envejecimiento, le ha permitido explorar a todas sus anchas ese campo de juegos infinitos que es la música, hasta el punto de que hoy, 30 años después de su aparición en escena, sigue siendo el “niño terrible”, el geniecillo diabólico de la música británica… y 13 lleva su marca: un trabajo que nunca descansa, que se niega a ser etiquetado, que va de acá para allá, escapándose a nuestras predicciones y tentándonos una y otra vez sin agotarse en nuestra imaginación.
Gustavo Reyes
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