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Parklife: tercer álbum de Blur y piedra angular del britpop

Blur

En abril de 1994 fue publicado el tercer disco del cuarteto londinense, convertido en una de las piezas claves del resurgimiento pop británico

Blur
Parklife

Food Records. 1994. Inglaterra

Eran los días finales de 1994 y en su Best  of the Year (o The Year in Music) Edition, Rolling Stone, luego de la inevitable mención al Unplugged de Nirvana, el Monster de R.E.M., y demás “discazos” americanos de ese año, repasaba detalladamente lo que había estado ocurriendo al otro lado del pacífico.

El destacado era el Dog Man Star, de Suede, ese manifiesto melancólico y áspero sobre la juventud sin futuro de la Inglaterra de fin de milenio, un canto al abandono de principio a fin y la merecida secuela a su homónimo debut, un disco que podría fácilmente ser la piedra fundacional de lo que muy pronto sería la arremetida musical más poderosa venida del Reino Unido desde The Beatles.

Presentando a Oasis como la nueva banda que no debíamos dejar pasar bajo el radar, algo así como los Novatos del Año -gracias, por supuesto, al inimitable Definitely Maybe– recayó en Blur recibir el poco esclarecedor y casi ofensivo título de “Archirrivales” de Suede.




Pensaría alguien no familiarizado con Damon Albarn, Graham Coxon, Alex James y Dave Rowntree -o con lo que venía pasando desde hacía ya algunos años en la escena musical del Reino Unido- que estos cuatro londinenses estaban librando una batalla guitarrera por la conquista del glam rock de cuño británico heredado de Bowie y reformulado a lo largo de los años por gente tan diversa como Roxy Music o The Associates, y no que habían compendiado, convocado y comprimido las últimas dos décadas de música británica en uno de los álbumes más imaginativos, delirantes, divertidos y ricos de toda la historia del pop Made in England: Parklife.

El tercer trabajo de Blur tiene la singularidad de ser una especie de pieza maestra del propósito, profetizada y forjada desde los mismos inicios de la banda para convertirse en una especie de hito superlativo de lo que apenas se esbozaba como “movimiento”: el britpop de mediados de los 90.

De hecho la banda nació y germinó a la luz del ocaso de una escena previa, la del hervidero festivo y hedonista rock, acid-house y raves del sonido Madchester, que impregna todo su trabajo debut, Leisure (1991), un disco que a pesar de ello, tenía su buen puñado de temas popseros, contundentes y directos en los que, si eras lo suficientemente sagaz, podías avizorar el genio multi estilístico que pugnaba por hacer erupción en las mentes intranquilas de estos cuatro músicos y que ya se veía más claramente en el siguiente Modern Life is Rubbish (1993)

La más inquieta de todas probablemente fuese la de Albarn, quien desde aquellos tempranos días ya se expresaba como oráculo y ejecutor de una avalancha musical que, desde su Londres natal, replantearía todas las reglas del juego y daría una nueva voz al pop frente al dominio monolítico que detentaba el grunge estadounidense en la escena musical global para esos momentos, principalmente de la mano de Nirvana y Pearl Jam.




Así, en sólo dos trabajos más, y tal y como lo proclamase en 1990, la banda forjó su magnum opus. Ha pasado un cuarto de siglo y aún es virtualmente imposible debatir o cuestionar el papel de Parklife como quintaesencia del más puro sonido britpop.

Y es que no podría ser de otro modo. El disco tiene un inefable sabor británico, tanto o más que cualquier cosa hecha por The Beatles, The Smiths o -mucho más recientemente- The Libertines… e incluso Oasis -las verdades duras hay que decirlas, duélale a quien le duela.

Puedes sentir su transpiración a clase obrera desilusionada y resignada, a juventud aburrida y sin propósito, a rutina urbana y suburbana, a esa ironía tan indiferente y tan jocosa hacia la cotidianidad que sólo una persona con sangre londinense en las venas es capaz de ejecutar con gusto y precisión, pero al mismo tiempo, tras todo este escepticismo divertido, punzo-penetrante y agridulce, están las palpitaciones del Cool Britannia, de la reivindicación de la Union Jack -la famosa bandera azul cruzada de rayas rojas- como símbolo de todo lo que, a pesar de la realidad, valía la pena en el Reino Unido, la euforia y el vértigo exaltado de vivir en el mismísimo centro de la tormenta: la rejuvenecida cultura pop británica del post-Tatcherismo.

Este acto supremo de consumación de todo lo frustrante y lo más grande de la tradición y la esencia británicas fue fraguado al calor de la celebración, la reinterpretación y la reformulación del colosal legado musical pop de la tierra del Big Ben y el Top of the Pops durante las últimas seis décadas, asomándonos a un panorama que se extiende desde la  mismísima Invasión Británica en 1964, pasando por el punk y su vertiente post, tocando algo del espíritu new pop de los 80 y el synth pop, y añadiendo no pocos inesperados y divertidos toques de psicodelia vintage retro-futurista, registrado todo por el ojo excepcionalmente insólito de la banda.

El que crea que estas son exageraciones que escuche entonces “Girls & Boys”, el súper single promocional que se convirtió en clásico irreverente instantáneo, combinando una temática ambivalente sobre desenfreno y hedonismo con una estética disco-rock inspirada en Duran Duran. Absolutamente bailable, intensa casi hasta el aturdimiento… y ultra pegajosa. Irresistible.

Cierto post-punk se hace sentir en “Tracy Jacks”, un comentario sobre la vida de un empleado público que sucumbe ante una de las muchas crisis existenciales típicas de la vida como la conocemos en el Occidente moderno, un tema siempre vigente y más que conocido en viva piel por quienes vivimos en este comienzo de siglo repleto de neurosis, pero que cobra un giro hilarante gracias a la sutil sorna lírica de Albarn.

El álbum suaviza ligeramente su actitud sonora en “End of a Century”, donde se comentan las intrascendentes satisfacciones de la vida en pareja, en la que los días pasan y pasan pero todo sigue más o menos igual.




Se trata de una canción que bebe directamente de los pasajes de trompeta de The Beatles en canciones como “Penny Lane” o “For No One”, pero con ese toque particular que tiene Blur para comentar las cosas cotidianas en términos netamente instrumentales.

Es entonces cuando irrumpe el persistente y pulsante “Parklife”, el tema homónimo del disco, que comienza como un replanteamiento de aquellos riffs ricos y pegajosos de The Kinks, y en donde Phil Daniels -el mismo de la inimitable Quadrophenia (1979), la cinta de culto de Franc Roddam que retrata las guerras entre Mods y Rockers en los 60- aparece como gran invitado especial, descargando y decantando toda una arenga sobre la vida anodina y sin sorpresas de un desempleado.

Rematada por un coro inolvidable y el más agudo humor, la banda resume en apenas tres minutos y sin complicarse demasiado con los arreglos, la esencia de un tema inolvidable y para la posteridad, directo e inagotable.

La banda remata el asunto ofreciéndonos a continuación un minúsculo pero portentoso pasaje de puro sentimiento punk, “Bank Holiday”, una especie de anti-oda al círculo vicioso perpetuo de la productividad y el consumo masivo contemporáneo, vociferada de modo desenfrenado y enfático.

Justo en este punto, cuando la energía y euforia contestataria del álbum nos tiene totalmente poseídos y seducidos, los Blur se nos aparecen inesperadamente personales con “Badhead”, una dulce y meditativa pieza pop en donde los arreglos brillan con una claridad e imaginación inspirada.

Usando una melodía evocativa, Albarn nos habla de la pérdida de contacto entre personas cercanas por razones indeterminadas, del “después”, de las emociones y de las sensaciones residuales, de las secuelas que se disipan tras las grandes vivencias, todo en clave de canción sentimental, radio-friendly en el mejor de los sentidos, hermosa y a la vez desnuda.

Es el tipo de canción que le quieres poner a tu novia o que quieres compartir con tus amigos cercanos. Uno de sus grandes temas.

The Debt Collector” nos muestra a la banda dando rienda suelta a su debilidad por las posibilidades alucinantes y narrativas de la música. Desarrollando un tema que parece evocar los teatros de calle y la fantasía agridulce y hueca de los espectáculos de circo, los cuatro músicos crean un verdadero fresco sonoro capaz de activar en nuestras mentes imágenes de momentos que transcurren y transcurren, de gente caminando sin destino específico ni relación entre sí, de hojas que caen al viento, de rutina apacible e indefinida, una narrativa que volvería en el futuro en temas como “Ernold Same”, en The Great Escape (1995), de modo no menos ingenioso.

El tema es el perfecto ejercicio de aclimatación para “Far Out”, una divertida indulgencia de la banda, especie de vacación temática y astronómica sobre cuerpos estelares y maravillas cósmicas.

Nacido del amor de Alex James (bajista) por la astronomía, el tema es un catálogo de algunas de las estrellas más famosas del firmamento nocturno, pero lo que podría sonar como una inexcusable y pretenciosa idea, termina siendo ejecutado como una verdadera ensoñación de ciencia-ficción vintage, repleta de ingenuidad, inocencia juvenil y simpatía, y asistida por una concepción musical de psicodelia primitiva y analógica, como si la estuviéramos escuchando a través de una vieja radio de los años 50 que intenta captar señales extraterrestres.

Luego de este interludio jocoso, el álbum retoma su vena descreída y resignada, esta vez con “To The End”, una pieza confesional donde se aborda el tema de la resignación y las intenciones fallidas.

Con la impagable presencia de Laetitia Sadier, de Stereolab -quien insufla con sus susurros afrancesados una atmósfera intoxicante de “chanson francaise”- Blur nos ofrece un delicado cóctel musical servido en un delicioso y elegante tapiz orquestal que nos traslada a otro lugar y otra época, algún paraje exótico o paradisíaco hacia mediados del siglo 20, recreado en alguna cinta de la era dorada de Hollywood.

Si con estos últimos temas parecíamos algo sumidos en el asunto de la reflexión personal, la banda se encarga de sacarnos de vuelta a la realidad -y al espíritu general del disco- con “London Loves”, que bebe del synthpop ochentero y de esa experimentación tecno-minimalista de los años del new wave para exponer la cara más mercantilista y materialista del Londres de los 90.

Misterioso, hipnótico y absolutamente pop. De allí, el salto hacia “Trouble in the Message Center” es casi un resultado inevitable, una apoteosis apocalíptica sobre el desenfreno y la pérdida de control, una radiografía del fenómeno rave en Reino Unido que roba del frenesí rítmico del mejor post-punk para ofrecernos uno de los momentos más contundentes y desembocados de todo el álbum y que casi parece invocar al inconmensurable Mark E. Smith, de The Fall.

Clover Over Dover” es una típica suite pop de Blur, de esas que otras bandas son incapaces de imaginar y en las que Albarn hace las delicias de todos desplegando todo su instinto para el minimalismo barroco, aptitud que encuentra su mejor expresión en su clavicordio y sus teclados al estilo de Ray Manzarek, una de los facetas del sonido indistinguible de la banda.

En este caso, los agridulces y prístinos arpegios contrarrestan la desesperanza de lo que en otras mentes podría ser un tema demasiado lúgubre: el suicidio.

Las cosas se ponen un poco más socio-políticas con “Magic America”. ¿Hace falta explicar de qué va la canción? El sarcasmo del título se explica por sí solo. Se trata de un tópico recurrente en la temática “Blurniana” -y de cualquier artista pop que se respete, sobre todo si viene del Reino Unido- una problemática eterna y vigente en un mundo que ni siquiera en la era del internet parece poder zafarse o imaginar el ocio y la vida común en otros términos distintos a los de la todopoderosa industria del entretenimiento estadounidense.

Debemos dar las gracias a Albarn y a sus letras, no obstante, por saber cómo envolvernos con humor hasta los dilemas más irresolutos, y esta no es una excepción.

Blur regresa a su tierra natal esta vez para diseccionar la vida de un desadaptado en “Jubilee”. Con un ánimo de exaltación casi divertida y un coro que desea ser cantado a todo pulmón en medio de un frenesí de trombas y guitarras, Albarn nos presenta a un desencajado que vive sumido en televisión basura -¿profetizando el advenimiento nefasto del binge-watching?-, medicamentos y drogado en video-juegos, consumando así su escape definitivo de una sociedad que no le dice absolutamente nada.

El tema marca de nuevo uno de los picos altos de un disco repleto de ellos. En este punto, Blur nos tiene ya sumidos en la incertidumbre contemporánea en toda su gloria decadente -sobre todo esa que acompaña a todo fin de milenio-, presentándonos la moneda de dos caras de la sociedades opulentas contemporáneas, en donde todo parece resuelto y nada está respondido.




Pero todo lo bueno tiene un fin -como en pocos años lo tuvo el mismísimo britpop y, más recientemente, el pop con integridad autoral- y así Parklife alcanza su conclusión con “This is a Low”, que no representa en ningún sentido un punto bajo -ni anímico o temático- sino que es de hecho uno de los momentos de más envergadura en toda la discografía de la banda.

Se trata de una balada reflexiva inspirada por la fuente más inimaginable, el Shipping Forecast -el reporte del tiempo costero de las islas británicas transmitido por BBC Radio 4, cuyo sonido era usado por la banda como “calmante” durante sus giras por Estados Unidos y otras tierras extrañas, por ese sabor a casa que les inspiraba.

Así, partiendo de un intro intimista de guitarra, el tema se desarrolla como una especie de semblanza del Reino Unido por vía de su particular geografía y climatología, una especie de canto de añoranza y cariño por esa Inglaterra que así como es fuente de decepciones lo es de un profundo sentimiento de auto-afirmación para Albarn y el resto de la banda. Hacia el final, lo que comenzó como una meditación calmada asciende hasta un clímax épico de tonos crepusculares, con los ocasos y los horizontes lejanos como temática existencial, como mirada incierta pero plácida hacia el futuro.

Como para no dejarnos demasiado envueltos en el remanente emocional de este gran tema de cierre, la banda decide dejarnos una nota festiva y animada, “Lot 105”, que en poco más de un minuto reactiva el temple observacional del álbum, recordándonos que la vida es como una feria de variedades, engañosa, a ratos desleal, pero siempre susceptible de ser vivida con ganas. El sello lacrado que asegura a Parklife como obra redonda y sólida, invulnerable a los embates del tiempo.

Luego de este momento, no pasó mucho hasta que el britpop fue historia. Ya para cuando salió el entonces muy esperado tercer álbum de Oasis, Be Here Now (1997), era evidente que ya el asunto estaba completamente desahuciado.




Si bien aquel disco fue bastante bien recibido por MTV y una prensa completamente en estado de sobredosis de todo lo que en los Gallagher era “hype”, ahí estaban todas las señales de la decadencia y la podredumbre tras el brillo: las algo forzadas y ligeramente desgastadas melodías, esos temas de seis minutos que podrían haber sido mejor de tres, ese trabajo de producción al que parecía que se le iba la mano a cada rato… pero el instinto de Blur los había salvado de la corrupción de un sonido que ya sabían condenado y se habían abierto a nuevos e inciertos -pero mucho más interesantes- caminos, fascinante emprendimiento del que dio fe su quinto y homónimo trabajo y luego 13 (1999) insuflados de la inagotable creatividad juguetona de Albarn -y del resto de la banda por supuesto- y galvanizados con la estética del sonido alternativo americano y de experimentación posrockera. Un álbum irrepetible, consumado y esencial como Parklife, de hecho.

Visto de este modo, y a pesar de los millones de copias vendidas por Oasis y del modo como tuvo al mundo en sus manos a mediados de los 90, el tiempo dio la razón a Blur, una banda que sobrepasó los límites del movimiento que impulsó y consolidó, y que en las décadas siguientes no ha hecho sino seguir abriéndose caminos hacia futuros indeterminados pero siempre sorpresivos.

Pero Parklife sigue ahí, despierto y vigente, incapaz de caer en el olvido, haciéndonos querer sentir de nuevo la vehemencia de esemomento antes de la vuelta al milenio, cuando la Inglaterra melancólica de las huelgas mineras, de la guerra de las Malvinas y los lamentos del Morrissey de The Smiths quedaba atrás pero Londres no era aún la ciudad de las comedias románticas de Richard Curtis, de los destinos turísticos y de las listas de las urbes con “mejor calidad de vida”. Haciéndonos revivir ese corto pero maravilloso instante en el que aquella ciudad fue la capital musical del mundo, el lugar en el que todo era y fue posible.

Gustavo Reyes



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