Una de las agrupaciones más aventuradas de la nueva camada inglesa publica un sorprendente segundo álbum y de inmediato pierde a su cantante
Black Country, New Road
Ants From Up There
Ninja Tune. 2022. Inglaterra
Isaac Wood, vocalista y fundador de Black Country, New Road, ha dejado indefinidamente a la banda. En una declaración conjunta a comienzos de este 2022, específicamente el 31 de enero, Wood, a la vez que dejó claro su aprecio por sus ahora ex-compañeros, hizo pública su decisión a corazón abierto: no se siente feliz.
De paso, la banda canceló la gira que tenía pautada para Norteamérica este año. Noticia de alto impacto por donde se la mire.
Pero en un universo paralelo, un mundo alternativo con un Wood satisfecho consigo mismo y con el proyecto al que dio vida, la noticia de esa semana iba a ser el lanzamiento del nuevo material de la banda londinense, exactamente un año después de la aparición de su notorio debut, For the First Time, un álbum que produjo ecos y resonancias multi diversos por todos los rincones de lo que voy a llamar muy arbitrariamente la “musiesfera” pop contemporánea.
Un trabajo que, en un año repleto de muchos momentos notables en lo musical y rebosante en grandes álbumes de diversos géneros, sobrevivió los siguientes 11 meses y logró colarse en casi todas las listas de “mejores del año” al terminar el 2021 (incluida la nuestra: Los 100 mejores discos de 2021 alrededor del mundo), granjeándose una casi unánime aprobación crítica, una fanaticada apasionadamente leal y hasta una nominación al Mercury Prize.
Un álbum que llevó a Wood y a sus compañeros –Tyler Hyde (bajo), Lewis Evans (saxofón), Georgia Ellery (violín), May Kershaw (teclados), Charlie Wayne (batería) y Luke Mark (guitarra)- en apenas un año, de ser unos casi absolutos desconocidos a ser referente indispensable de esa especie de nuevo rock conceptual con tintes punkeros y jazzosos -entre otras influencias- de gente como Squid o Black Midi, con quienes por cierto hacen gira regularmente, autodenominándose jocosamente como Black Midi, New Road.
En definitiva, una de las bandas mayúsculas del nuevo decenio que comienza, y no, no estoy exagerando ni una coma.
Así pues, Ants From Up There, la segunda entrega de la banda, nos llega envuelta en un aura de incertidumbre y acompañada de una sensación casi de tristeza elegiaca, como si se tratara del trabajo póstumo de un artista prometedor, al estilo de cualquier cosa inédita que se editara de Jeff Buckley luego de su prematura muerte.
Será una prueba de fuego, sobreponerse a un revés semejante, tan inesperado como sustancial, una especie de “plot twist” propinado por la peor de las malas fortunas.
Pero hay otro “plot twist” más sorpresivo y asombroso, tan absolutamente imprevisible como fascinante, y es justamente este nuevo trabajo, un álbum en el que la banda nos replantea de un modo inspirado la narrativa que venían arrastrando desde su debut, ofreciéndonos un rock de cámara pastoral bañado en un hermoso rocío de melancolía y un intimismo que parece emanado del fuego de una hoguera.
En un acto de osadía artística bastante admirable, el ensamble desechó ese frenesí exótico y abigarrado, misterioso y convulsivamente sinuoso de For The First Time, que tanto cautivó a aquellos adeptos al rock de alto juego instrumental y de planteamientos intrincados.
Todo lo que en aquel debut era tormentoso, inminente, casi wagneriano pero con una especie de ángulo a lo Robert Fripp, armado con improvisaciones ásperas de free jazz y coqueteos espásmicos con el rock balcánico, entre otras fuentes musicales, fue sencillamente ignorado acá, erradicado como por obra y gracia de una purga estética radical y desintoxicante, dejando una llanura sonora descansada, amplia, que de cabida a los silencios y espacios negativos en la misma medida que a las inspirados destellos melódicos e instrumentales de la banda.
Una especie de calma después de la tempestad, sentiría uno, pero una calma que es un tanto engañosa, o más bien relativa; no hemos avanzado mucho en “Chaos Space Marine”, el primer tema como tal del álbum, cuando lo que comienza como una especie de marcha circense, un ejercicio instrumental que es puro juego sonoro, con el piano, el saxofón y el violín ejecutando toda suerte de divertidos malabarismos musicales estalla en un clamor caleidoscópico y sin freno, que nos hace recordar aquellas declaraciones de la banda confesando sus intensiones de ser “el próximo Arcade Fire” -una aspiración peligrosa y delicada, y hasta inconveniente, me parece, por bienintencionada que sea; después de todo ¿puede alguien brillar con luz propia bajo una sombra tan descomunal?.
Afortunadamente, el genio de la banda va varios pasos por delante de sus propósitos y Ants From Up There se desarrolla en un universo muy personal y propio, altamente idiosincrático, como labrado sobre madera vieja y húmeda o se tratase de una colección de himnos montañeses dedicados a la melancolía y al olvido, compuestos en el refugio de alguna cabaña solitaria escondida en las inmensidades de algún paraje desconocido, casi desconectado de cualquier locación geográfica o tiempo específico.
Un lugar al que nos transportan de inmediato temas como “Bread Song”, una pieza que es intimismo puro, pero no ese intimismo acogedor de baladas de autor tan abundante en el rock, sino uno de esencia silvestre y tintes ocres, tejido por una guitarra que se nos hace incierta con cada respiro y que desemboca en una progresión de acordes con reminiscencias a la usada por Radiohead en “Present Tense”, de A Moon Shaped Pool (2016), y con el mismo efecto de placidez angustiante, como si nos debatiéramos entre un desconsuelo tímido y la resignación más apacible.
Pero hay más que esto; el tema es toda una deconstrucción del método composicional de la banda en este trabajo. Primero una instrumentación delicada que de algún modo genera un efecto acumulativo, como en una cámara de presión sensorial, y que de repente se nos presenta como una exaltación expresiva inesperada y hasta un tanto impulsiva, pero perfectamente congruente con el ánimo del tema. Inspirados en el “Música para 18 músicos”, del compositor minimalista Steve Reich, Wood y los integrantes prescinden incluso de todo compás en algún pasaje del tema, simplemente tocando “sin mirarse entre ellos”, sumando todo esto al inesperado discurrir de cada tema.
“Haldern” es otro momento donde podríamos atrevernos a adivinar nuevas resonancias de Reich, en particular el modo como el tema entrelaza las líneas de piano y violín que parecen danzar en un “loop” hipnótico, una y otra vez, propulsado a ratos por sacudidas percusivas inesperadas, casi fragmentadas. Lo maravilloso es que, a pesar de la aparente disciplina matemática de su estructura, se trata de una canción nacida completamente de la improvisación y en la que la instrumentación pareciera no revelar rasgo alguno de premeditación, una especie de marca “casual” que se siente en todos y cada uno de estos temas, como una especie de palpitar subliminal, a un nivel intangible pero omnipresente.
Una sensibilidad reforzada por la impronta orgánica con la que la banda trabajó el proyecto, haciendo “overdubs”, sólo cuando era necesario agregar un instrumento que simplemente no podían tocar al mismo tiempo que grababan, quitando o agregando partes que, según iban ensayando, sentían o no como parte del fluir de la música.
Este es un disco en el que los instrumentos se sienten como seres que revolotean alrededor de uno, que logran imbuir toda la música de un cualidad vivaz y vibrante, que brilla de modo particular en temas como “The Place Where He Inserted the Blade”, una conmovedora pieza que evoca la alegría de estar entre amigos y nos mece sobre un oleaje sonoro suave y apaciguado, que se extiende hacia el horizonte, y que a mi particularmente me remontó a los pasajes instrumentales del Genesis de Wind & Wuthering (1976), un disco que, se aclara, no tiene en general mucho que ver con este, pero que estuvo movido por el mismo ánimo de hacer un álbum con música que los miembros de la banda disfrutaran realmente ejecutando, bañada en calidez y riqueza melódica.
No quiere decir esto que los temas más consagrados al contraste dinámico, esos en los que la banda nos lleva a polos opuestos de intensidad dentro de una misma pieza, carezcan de esta cualidad palpitante, de naturaleza viva.
Por el contrario, el álbum parece existir y respirar en una especie de estado transicional, que se expande y se contrae, que ebulle a ratos y de repente se opaca y tiende casi hacia la calma absoluta, hacia los ámbitos silenciosos de una especie de paz interior, y que formalmente se debate entre ese virtuosismo anti-exhibicionista, elegante y sorprendentemente intimista de los pasajes instrumentales del Sufjan Stevens de Illinois (2005) y aquella obra maestra maldita de artesanía folk salvaje que fue In the Aeroplane Over the Sea (1998), de Neutral Milk Hotel, un álbum desbordado de suciedad guitarrera, portentosas vocalizaciones a garganta reseca y un sentido de fatalismo absolutamente épico -y hermoso.
El reconfortante vals campestre de “Concorde” es una buena muestra del tipo de belleza particular que Wood y sus compañeros de banda son capaces de extraer de estas pulsiones entre contrarios, y que alcanzan su máximo punto de consumación en las dos piezas finales del álbum: “Snow Globes” y “Basketball Shoes”, el primero incorporando un intempestivo pasaje de batería, completamente desatado, que parece ignorar por completo el discurso anhelante que van construyendo la voz de Wood y el lamento ascendente del violín, creando un efecto de demolición apocalíptica completamente devastador.
El segundo, desarrollando una especie de tema por escalas, donde pasajes que van desde la placidez de unas líneas disipadas de saxo, hasta uno de los momentos rítmicos más claramente rock de todo el trabajo, culminan en una apoteosis instrumental y vocal tan desbordada como desgarrada.
Un momento en el que la banda pareciera querer salirse de sus cuerpos y sencillamente trascender más allá de los espacios terrenales, culminando con una cascada sonora al mejor estilo los conciertos diseñados para las grandes multitudes.
Un gesto que raya en lo grandilocuente, sí, pero cuyo talante altisonante es mantenido a raya, sublimado, de algún modo, por todo el sabor rústico de la ejecución, cerrando el trabajo con una nota contundente que nos deja un agradable regusto a purificación espiritual.
Con temas que pueden extenderse hasta los 12 minutos, Ants From Up There es ese tipo de aventura musical que se descubre con repetidas visitas, deteniéndonos acá y allá para apreciar un detalle, algún rasgo extraordinario escondido bajo su amplia y, en apariencia, desolada geografía, y resulta casi un misterio cómo la banda logró purgar, casi sin dejar vestigio, los aspectos más sobrecargados y frenéticos de su música, aquello con lo que se dieron a conocer, sin afectar en lo mínimo la columna medular de su esencia sonora.
Aquel sonido de For the First Time, que parecía no en pocos instantes estar armado según el plano estructural de avangardismo calculado del Larks’ Tongues in Aspic (1973), de King Crimson, parece haber sido rechazado acá de tajo por la banda, para así convertise a otra forma de devoción, no necesariamente contraria a la anterior, pero más cercana al grácil barroquismo folk de Joanna Newson (en particular el de Ys (2006) y Have One on Me (2010)), también adepta a las elaboraciones instrumentales intrincadas y con una sensibilidad afín, a ratos, a la música de los Apalaches, heredera de tradiciones escocesas, africanas y nativo americanas -entre muchas otras- y que interpreta el sentir religioso en términos «transcendentalistas» no muy alejados de la sensibilidad anímica de este álbum.
Se trata de una transformación radical, que da testimonio del poder mercurial de la banda, de su capacidad para mutar y fluir hacia nuevas formas.
Una habilidad que, tras quedar privados de la presencia inspiradora, más no esencial, de Wood -ya que trabajan realmente como un ensamble- podrá obrar quizás a su favor a la hora de escribir el siguiente capítulo del extraño e impredecible sendero musical que apenas comienzan a transitar.
Gustavo Reyes
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