El inagotable semillero británico sigue arrojando grupos que atrapan sin remedio escarbando en el lado bailable del sonido post punk
Yard Act
The Overload
Rought Trade. 2022. Inglaterra
Guitarras lacerantes que recuerdan al Gang of Four de Entertainment! (1979), un trabajo vocal educado concienzuda y esmeradamente en la escuela de Mark E. Smith -descanse en paz y recuérdese siempre en su gloria- y una diligente lealtad al estilo rock más frontal, resuelto y simplificado -pero con un pequeño e infaltable toque de excentricidad sonora para darle ese necesario sabor a novedad.
No cabe duda, se puede meter a los Yard Act en el gran saco de lo que podría llamarse “post-punk revival actual”, un saco que a la fecha tiene ya tanta, pero tanta gente adentro –Shame, Fontaines D.C., Protomartyr, Viagra Boys, Idles, Squid, black midi, entre muchísimos otros- que a ratos me asalta el temor de que se rompa de tanto que se está cargando.
Es de hecho tendencia en ciertos círculos melómanos, tanto de oyentes como de difusores –influencers de redes sociales, reseñistas de páginas especializadas y demás divulgadores de la era de internet: lo que antes fuera una definición casi casual sólo compartida entre pocos “entendidos”, usada vaga y arbitrariamente para tratar de referirse a varias cosas nuevas que estaban sucediendo hacia finales de los 70, y más tarde refrendada como “concepto teórico-histórico”, por gente como el periodista Simon Reynolds, en su ya casi clásico Rip It Up and Start Again (2005) -crónica recomendada para cualquiera que se quiera enseriar en el tema- ahora es etiqueta omnipresente y recurrente a la hora de hablar de rock contemporáneo.
En aquel entonces, cuando todo comenzó, no había tanta “consciencia de género” con respecto al asunto; Reynolds acierta al meter en su catálogo de bandas reseñadas a gente tan dispar como Public Image Ltd., Devo, The Human League, The Fall, Talking Heads, Throbbing Gristle y The B 52’s, pues lo que había más bien era una correlación más o menos cronológica entre estos actos que, si nos ponemos a tratar de ver qué tenían en común nos encontramos con dos o tres ingredientes más o menos presentes, en mayor o menor grado, en todas ellas, pero que pueden ser sintetizados en uno solo: el rechazo a la tradición rockera y pop del momento que venían cultivando y arrastrando desde la década pasada gente como Fleetwood Mac o Led Zeppelin, establecidos como grandes artistas llena-estadios, responsables de forjar y promover el concepto de la “canción-himno”, esos temas de vocación colosal, repletos de instrumentación vistosa y desbordada, remachadas con intros de guitarra memorables y coros con aspiraciones trascendentales al estilo de “Stairway To Heaven” -la única canción de Led Zeppelin que no me interesa volver a escuchar más nunca (ni a sus propios autores tampoco, según han comentado acá y allá).
Todos estos actos cuestionaban, no necesariamente de manera explícita, y quizás hasta sin estar del todo conscientes, lo que había venido siendo la evolución del rock desde el momento en que comenzó a venderse como un producto con cualidades más artísticas que las de simplemente ser la música de moda para bailar y pasarla bien, replanteándose todo, desde la grandiosidad con la que comenzaban a coquetear los artistas más reconocidos, hasta sus nociones rítmicas cada vez más elaboradas, apostando más bien a una especie de back to basics, al rescate de un sonido más directo y acelerado.
Cierto, esto es en gran medida herencia directa del punk, el movimiento tradicionalmente asociado a este enfoque rupturista, y lo que diferenciaría a estas bandas sería entonces como ir más allá, una intranquila curiosidad por explorar ese insospechado universo de posibilidades que se escondía bajo esa nueva actitud revisionista,
Revisionista y en cierto modo neo-tradicionalista, porque podríamos entender a los Ramones como el viejo y añorado rock & roll de los 50 pero tocado a puños cerrados, sin olvidar la debilidad expresada por gente como The Clash hacia géneros como el rockabilly, y es aquí donde los senderos se bifurcan; estas nuevas bandas “punk”, no tenían la misma vocación sonora, sus intereses estaban más volcados hacia el juego experimental, hacia ver qué tantos colores y pinceladas podían echarle a ese gran nuevo lienzo, qué tantos modos nuevos encontraban de decir las cosas; no había reglas como no fuera la idea de que todo vale.
De acá salieron muchas cosas como Cabaret Voltaire y su marca particular de dadaismo-tecnológico, Flipper y su atípico punk aletargado, arrastrado por distorsiones alargadas y un bajo masivo casi omnipresente, o la multiestilística Siouxie y sus Banshees, creando una onda de choque que sería sentida por innumerables artistas por venir -desde The Cure y The Smiths, pasando por Depeche Mode, My Bloody Valentine y hasta gente como los Smashing Punkins, P.J Harvey, Radiohead, Savages y LCD Soundsystem, por mencionar sólo a algunos de una lista demasiado larga de repetir.
Estamos hablando de un periodo de siembra casi irrepetible en la historia de la música, en donde se echarían las raíces de sonidos como el gótico, el industrial e incluso el grunge, mucho más adelante. Hay que aclarar que grupos como Devo llevaban poniendo sobre el tapete ideas poco menos que demenciales y excéntricas bajo principios similares desde 1973, mucho antes de que el punk fuera punk.
De hecho, lo que hacía Devo no tenía ni ha tenido referente cercano en la historia musical, un sonido confeccionado sobre efectos sonoros electrónicos en máximo estado caótico, líneas melódicas que eran cualquier cosa menos melodiosas, una percusión tan pulsante como enervante y un venenoso y bastante político sentido del humor, rayano en el absurdo y la parodia, todo en un formato decididamente minimalista pero corrosivamente eficaz.
Fueron en sus inicios malentendidos por mucha crítica y público, y podían casi espantar a todos los asistentes de alguno de sus conciertos, algo que para Mark Mothersbaugh, uno de los fundadores de la banda, era alentador, una señal de que “algo estaban haciendo bien”.
Sin embargo, se suele pasar por alto que también tuvieron su gran momento popular con el archiconocido “Whip It”, allá en 1980, y que aún 40 años después encuentras en rotación en las radios comerciales de todo el mundo. Incluso temas como “Going Under” tuvieron espacio de difusión en programas de TV tan fundamentales a la época como Miami Vice.
No fueron los únicos, tanto B-52s y su aproximación bailable al asunto, recurriendo varias veces a una reinterpretación de algunos clichés del surf-rock, y The Human League, anclada con firmeza en el synth-pop más abierto, tuvieron mucha difusión radial y hasta era música “de fiesta” común a comienzos de los 80.
Otros como Joy Division, no hay que aclararlo mucho, tomaron derroteros más “underground”, asociados a las luchas existenciales.
Así era la cosa en aquellos años; había de todo, pero siento que en cierto modo fueron los discípulos de Ian Curtis y de gente como Gang of Four o Wire, los que se apropiaron a futuro de la etiqueta hasta ser el referente principal del ¿“revival”? actual, y es aquí cuando entran en esta casi perorata los Yard Act, proyecto de James Smith (voz), Ryan Needham (bajo), Sam Shipstone (guitarra) y Jay Russell (batería), y quienes desde Leeds, Inglaterra, se han propuesto, con bastante consciencia de género, me parece, ofrecerle al nuevo post-punk su flanco más bailable o fiestero, que no más políticamente dócil.
Sé que referí al comienzo a The Fall, y esto seguro será un lugar común al hablar de Yard Act, reforzado por la similitud de nombres entre su letrista (James Smith) y el fallecido líder de la ya mencionada y más que legendaria agrupación del área del Gran Manchester, pero debo ser sincero al decir que cuando escucho muchos de sus temas al azar lo que me viene a la cabeza es esa decantación vocal casi como de maniquí zombie y el humor de cotidianeidad surrealista de David Byrne, incluso la música ofrece más resonancias rítmicas que guitarreras; “más funk, menos punk”, podría ser su lema.
Esto último podría decirse también un poco, sólo un poco, de otros artistas emergentes que transitan esa frontera entre lo que se considera hoy post-punk y otros ámbitos como el post-rock, mucho más volcados a lo desbordado y apoteósico, como Squid, que en su debut Bright Green Field (2021) dejaron patente su devoción por los riff de guitarras rasgadas con potencia, y una cierta debilidad por el funk, al mejor estilo de los primeros trabajos de Talking Heads, pero sin el toque mundano, divertidamente coloquial y a ratos satíricamente inexpresivo de voz y letras en que se deleita Yard Act.
La banda lleva un par de años construyendo y editando laboriosamente varios divertidos y contundentes singles, muy movidos y repletos de entretenidas y acertadas observaciones sobre muchas de las cosas que incomodan a mucha gente en el Reino Unido actual, con coros colmados de una energía de multitudes muy contagiosa, como cánticos vociferados a pulmón tendido por los hinchas de un equipo deportivo en medio de muchas cervezas y papas fritas (o fish and chips, para ser más correctos), pero llegó ese punto en que la idea de un álbum se hizo más y más inevitable.
Los primeros temas ya habían sido recogidos en un primer EP (Dark Days) en 2021, mientras que a los más recientes le agregaron nuevas cosas y lo compendiaron bajo el nombre de The Overload, el disco debut de la banda, un trabajo que, impulsado por el timing preciso con el que cogieron su propia inspiración, fue terminado en tiempo casi relámpago.
Fiel a los sencillos que lo precedieron, The Overload, retoma la misma actitud observacional, y comenta sobre muchas cosas que van desde los vicios de la fama y el capitalismo hasta el Brexit. J. Smith no está inventando el agua tibia, es tradición de la música del Reino Unido, diseccionar con sorna la realidad de su sociedad.
A ratos eso ha hecho de la música producida en la patria de Shakespeare, una expresión demasiado centrada en el suceder británico, un tanto insular y quizás algo impenetrable para escuchas de otras sociedades anglo-parlantes. No es secreto para nadie lo difícil que ha sido para las bandas inglesas impactar significativamente el hermético mercado norteamericano; incluso Oasis, sin duda la banda británica más popular de las últimas décadas tuvo sí, un éxito relativamente relevante en Estados Unidos, pero lejano a la aclamación masiva expresada no sólo en su tierra natal sino en otras latitudes.
Si sumamos a esto que el estilo lírico de Yard Act va en buena medida de ser una especie de prosa rítmica monotónica con casi tanta letra como la de una canción regular de hip-hop, uno podría pensar que estamos ante una música un tanto difícil si se se la toma fuera de su contexto geográfico, y sobre todo si eres, por ejemplo, hispanoparlante y te cuesta un poco seguirle el paso a la labia frontal y sin pelos en la lengua de Smith, tanto por la velocidad con que espeta sus declaraciones como por la muy británica idiosincracia de sus referencias.
Pero gracias a esa cosa que llaman la universalidad de la música, y al temple pulsante del sonido que patenta la banda estos baches se logran superar y la cosa logra enganchar a un nivel bastante visceral y primigenio; vas a divertirte un montón si los escuchas en vivo, incluso si no los entiendes, porque es el tipo de música inmediata e infatigable que crea una reacción de contagio cuando es cantada de cara a cara y que encuentra en pequeños escenarios de bares o locales similares su habitat natural.
Smith y sus compañeros parecen haber establecido -y varios de sus comentarios en medios lo atestiguan- una especie de procedimiento para componer que arranca, no en pocos casos, con el bajo dando la pauta, siguiendo de allí todo el desarrollo.
Esta preeminencia de la sección rítmica se demuestra y reitera a sí misma tema tras tema; tanto las guitarras como cualquier elemento armónico o melódico reciben un tratamiento menor, no determinante y casi casual, y su peso en la estructura de los temas y la sensación absoluta de la música es un tanto insignificante.
No quiere decir lo anterior que este grupo de canciones estén exentos de pequeñas y encantadoras sorpresas, como esos claps entrelazados con elegante naturalidad en algunos compases de “Rich”, así como las salpicaduras de acordes disonantes de piano y ese saxo que parece convulsionarse fuera de control, en trance absoluto de free jazz, hacia el final del tema.
Aún así, todo el asunto se encuentra completamente ensamblado y desarrollado sobre una línea de bajo que funciona como hilo conductor, como huella identificatoria absoluta, como columna neurálgica del tema, un rasgo que se hace notar una y otra vez a lo largo del álbum.
El resultado final es un disco que nunca para de disparar ritmos y palabras que sólo ceden su espacio protagónico particular para dejar colar ciertas reminiscencias musicales, como en el ya mencionado “Rich”, donde la entrega vocal recuerda un tanto a los versos de Phil Daniels en el “Parklife” de Blur, con Smith metiéndose en la piel de alguien que logra el éxito repentino casi de la noche a la mañana y, sospechamos, un poco sin realmente saber cómo pasó todo. “
Casi por accidente”, confiesa, mientras parece reafirmar las “bondades” del gran sistema de las cosas promovido por la actual cultura de la productividad, una de las obsesiones más persistentes de la sociedad contemporánea (“gracias a una continua compensación por trabajo especializado en el sector privado y una genuina falta de interés en las cosas caras…”).
Es un ejercicio diestro en esa especie de sarcasmo no intencionado que encontramos, por ejemplo, en las meditaciones sobre la vida de David Byrne en “Once In a Lifetime”.
La sombra de Byrne -y de Albarn también- reaparecerá en otros momentos de este trabajo, el primero en esos ocasionales pasajes donde la voz de Smith se desplaza de su habitual monotonía como en un falso desliz hacia tonos más altos (“Pour Another”) o en el tono del humor observacional de buena parte de los temas, que a modo despistado podríamos tomar como cinismo de bajo perfil, pero que en realidad es mucho más cándido e inocente que cualquier otra cosa.
También hay, casi se me olvida, unos esporádicos asomos -muy esporádicos.hay que recalcar- a esa percusión de textura cuasi tribal con la que Talking Heads se deleitaba allá en tiempos de Remain In Light (1980).
De Albarn nos acordamos, por su parte, en ese modo incisivo de las letras para diseccionar y crear personajes cotidianos absolutamente arraigados en el sinsentido del mundo real, tan patéticos y la vez dignos de compasión como lo puede ser cualquiera de nosotros, como el protagonista de “Tall Poppies”, el “mejor parecido de su clase”, estrella juvenil de fútbol que salió con todas las chicas “que valían la pena”, y que decide asentarse -como el sentido común de la vida lo exige- haciéndose de un buen trabajo en bienes raíces, casándose y estableciendo una familia, para más adelante enfermarse y morir sin mayor pena ni gloria que la de cualquier otro ser humano.
Un candidato más que digno a desfilar junto al hilarante muestrario de tipos cotidianos que el Blur de la era del britpop nos regaló, al estilo de Collin Zeal, el pobre Ernold Same o aquel “Charmless Man”, escudado en sus privilegios para esconderse de su humana intrascendencia.
Es el mismo tipo de “poesía” mundana, iconoclasta y sin mayor pretensión que la de decir las cosas en la cara, pero Smith es menos lapidario -menos pedante, seamos sinceros- que Albarn, permitiendo a su arenga mostrar una cara compasiva hacia estos personajes, expresándoles una especie de comprensión absolutoria, casi afectuosa.
Incluso cuando comenta que el pueblo natal del personaje tiene su primer “auténtico y genuino restaurante italiano, dirigido por una familia de fantásticos napolitanos de vieja escuela”, parece interpretar el provincianismo del asunto como una especie de bienintencionado error del juicio -o del prejuicio.
Se trata de pequeños préstamos estéticos y líricos, tanto de las bandas que forjaron la matriz modelo del post-punk actual como del espíritu del britpop y algunas de sus divertidas indagaciones sociales, pero que no espere nadie encontrar acá un “Common People” de Pulp, mucho menos destellos del radicalismo sonoro de The Fall.
De hecho, si hay alguien más o menos cercano los Yard Act esos serían los Sleaford Mods, con esa aproximación casi desnuda hacia las canciones, esencialmente rítmica e hipnóticamente directa, y con una verbosidad igualmente incisiva.
Incluso hay un pasaje de teclados repetitivo y alienante, casi histérico, hacia el final de “Payday” -una divertida crítica a la santificación del dinero en las sociedades actuales- que bien podría orgullosamente haber formado parte del repertorio de sonidos del Spare Ribs (2021) de los Mods.
Ecos similares encontraremos al comienzo de “Witness (Can I Get A?)”, un casi interludio sabor a punk que arranca con un beat sintético inspirado directamente en Suicide, a confesión misma de la banda, para acelerarse y consumirse en apenas minuto y medio.
Y es que ya se dijo, lo de Yard Act es el groove, la pulsión acelerada y contagiosa; esta no es música para meditar sentado sino para volvernos razonablemente locos en compañía de buenos amigos, incluso con esos temas de atmósferas más densas y abrumadoras, si cabe acá esa idea, como “Quarantine The Sticks”, un “yo acuso” dirigido abiertamente a las fuerzas policiales, aderezado con una sazón insinuante cortesía de Billy Nomates como voz invitada, una de las gemas escondidas -injustamente pasada por alto- de la escena británica actual, y que hace del tema algo tan irresistible que se te hace corto.
Casualmente, Nomates también es invitada de Sleaford Mods en el tema “Mork N Mindy” de Spare Ribs
Es un tipo de seducción muy de bajo perfil que se hace efectiva con diversas escuchas, y acá debo hacer una confesión. En un primer momento, me sentí enganchado de inmediato a temas como el que da el nombre al disco y, en especial, el angustiado “The Incident” -mi favorito-, una pequeña obra maestra de sutil claustrofobia, que nos mete en la piel de un aspirante a la carrera corporativa al que se le escapa todo de las manos y termina nulificado, convertido en un agente caduco por el mismo sistema al que quiere contribuir.
Un tema irresistible que encuentra el punto perfecto entre desesperación, humor caústico y realismo salvaje cuando escuchamos a Smith rematándolo todo a grito limpio con la frase “I’M IRRELEVANT”, como una especie de autoafirmación condenatoria lanzada con fuerza en la cara de todos los discursos motivacionales que nos saturan hoy desde todos los flancos mediáticos y las miles de mutaciones de Ted Talks que nos acosan desde cada esquina de las redes. Liberadora.
Al resto de The Overload, sin embargo, lo encontré un tanto crudo, con la monotonía de la voz de Smith secuestrando las más o menos modestas ocurrencias musicales del álbum en general, y eso era lo que pensaba hasta que descubrí una rara particularidad de este trabajo: a medida que vuelves a los temas estos de algún modo comienzan a parecerte cada vez más y más frenéticos, más incisivos y rasantes en su vuelo.
Este es un álbum con el poder de ganar valor y crecerse con el tiempo. No se trata de un disco extraordinario, mucho menos canónico para el discurso musical más actual, pero es un trabajo con el suficiente grado de electricidad para entretener mientras dice el par de cosas que tiene que decir, aprovechando la fiesta mediática que celebra este “revival” de ojos clavados en el pasado idealizado de la música que lo inspira.
Y ahí está el lado oscuro -o gris, para no ser dramáticos- del asunto, y es que mientras que bandas emblema de grandes momentos musicales, digamos, Nirvana en la antesala de la erupción del sonido alternativo en el mainstream a comienzos de los 90, han sentido siempre una aversión instintiva y rabiosa hacia las etiquetas que intentan reducirlas a parte de un “movimiento” -grunge, britpop, indie-, muchos de los actos que actualmente se asocian al post-punk buscan activamente entrar bajo ese paraguas conceptual; hágase la salvedad digna para Idles, que siempre han manifestado su rechazo feroz a que se les ponga ese o cualquier otro mote.
Por el contrario, Yard Act siempre ha procurado que no quede duda sobre su ADN “post-punk”, mencionando a cada rato a gente como Orange Juice como referente, y por si quedara duda de su intencionalidad, baste señalar que Smith y Needham ya tenían años intentándolo con la música con Post War Glamour Girls y Menace Beach, respectivamente, dos proyectos de corte mucho más alternativo y preeminentemente melódicos, sin deudas visibles a The Fall -aunque Smith diga que estaba haciendo post-punk antes que nadie- y que fue bajo la encarnación de Yard Act que éste se decide por ese sonido “que todos estaban haciendo”, o algo así según dijo.
Entonces tenemos esta panorámica musical actual -hablando de rock británico, sobre todo- en donde nos encontramos con diversas variaciones de Mark E. Smith y en el que algunas de las pocas bandas que no parecen interesadas en celebrar décadas anteriores y que se atreven a replantearse el sonido rock de cara al futuro -todo un reto para un género con más de medio siglo de vida- como HMLTD o los manchesterianos Everything, Everything, que no hacen nada muy rastreable hacia el pasado, pasan por debajo de toda lupa, tanto de crítica como de público, al no estar encarrilados en el furor en boga.
Es casi un cliché ese eterno anhelo de la prensa musical británica de querer siempre descubrir entre bombos y platillos al siguiente gran salvador del rock, como reivindicando una edad dorada del género y demostrando que aún palpita al ritmo de los riffs de las guitarras eléctricas.
Me vienen a la cabeza films como Yesterday (2019), de Danny Boyle, envueltos en cierto enfoque hagiográfico hacia la vida y obra de gente como The Beatles, y entonces recuerdo cómo el mismo Lennon, hacia finales de los 70, invitaba a la gente a dejar la nostalgia y olvidarse de una buena vez de la banda que le dio fama para que se enfocasen en todas las cosas nuevas que estaban sucediendo en la música en ese momento. Ironía absoluta.
Con este contexto de fondo, The Overload se ha viralizado de manera salvaje y, me parece, quizás caprichosa. Tanto medios como público (rockeros en particular) han celebrado su aparición con un una estrepitosa fanfarria, llevándolos de los circuitos de pequeños locales a estar de invitados en el más que célebre programa de Jools Holland y a tener un puesto en el lineup del Coachella 2022, todo esto en apenas pocos meses, y es acá donde el “hype” puede atentar contra los méritos reales de una banda como Yard Act, que los tiene.
Es el tipo de fenómeno que, más que hablar de las virtudes de un artista, parece más bien reflejar, a juzgar por el tono híperexaltado de las decenas de reseñas emocionadas sobre este trabajo -alguna llegó al exabrupto de afirmar sin ironía que el post-punk se había convertido en el nuevo pop, debido al éxito que estaba teniendo- el gran vacío que subyace en muchas plataformas críticas que aseguran gustar de todo un poco, pero que en el fondo parecen añorar en silencio la llegada de una gran resurrección del rock como punta de lanza del mainstream.
Considerando todo esto y a pesar de lo expuesto, el disco tiene su valía particular. Su poder, al final, se basa más en su capacidad para ser frenético y divertido sin más, y no tanto en su valor radiográfico o en algún planteamiento musicalmente innovador, y es que Yard Act no es distinta en este sentido a otras bandas del llamado “post-punk revival”.
De hecho, hasta podría ser un trabajo un tanto anacrónico; si queremos realmente sumergirnos en las pústulas más densamente infectas de la realidad británica ya hay manifiestos -en otros géneros dicho sea de paso- mucho más corrosivos y brutales en su honestidad, más expresados desde las tripas y menos intelectualizados, como el Nothing Great About Britain (2019) de Slowthai, por poner sólo un ejemplo.
En contraste, The Overload, suena como el equivalente a esas conversas entre amigos, reunidos luego de las horas de trabajo, en las que te quejas un poco, a ratos entre risas, de toda la porquería cotidiana que nos rodea y que te va a servir como divertido ejercicio catártico; nada malo con ello.
De hecho, es obligado señalar uno de los verdaderos aportes del disco a toda esta tradición satírico-social del rock británico, y es una especie de actitud de apoyo empático, de sincero ánimo consolador, a modo de “consejo sabio” de viejo de banca de parque, resumido más o menos en la idea vaga de que aunque todo es una porquería y la vida no tiene sentido, esto es lo que tenemos y sólo podemos tratar de no echar a perder más las cosas, o algo así.
Es como esa palmada en el hombro que te da tu amigo cuando te desmoronas emocionalmente ante él por algún despecho amoroso desgarrador, que no te hace sentir ni una pizca mejor pero que al menos te hace entender que no estas sólo en tu humana miseria, y eso ayuda.
A diferencia de muchos otros comentaristas sociales, Smith y sus amigos, no están acá para decirte lo objetable que eres, sino que ellos mismos se nos revelan tan perdidos y sin respuestas como nosotros, un gesto considerado de solidaridad que se manifiesta en “Pour Another” (Sirve otro), un tema donde nos invitan a una ronda de tragos para aclararnos que “no hay juicios, sólo comprensión, mientras vemos al mundo arder tomados de las manos” (There’s no judgement, only understanding while we’re standing ‘round, hand in hand, watching the world burn), y que reiteran en “100% Endurance”.
Aquí nos despiden casi evocando a ese Jarvis Cocker de corazón reconfortante y humildemente pragmático de “Dishes”, en This Is Hardcore (1998), de Pulp, con un Smith de pies en tierra asegurándonos que “la muerte viene por todos, pero no hoy” y que la vida seguirá de una u otra manera incluso luego de que nos marchemos de este mundo…. y la verdad, así no sea esta la banda que va a cambiar nuestras vidas, con eso es suficiente para sentirnos ligeramente conformes; por ahora.
Gustavo Reyes